El albatros flotaba en el aire mientras esperaba que ella le
diera la señal de acceso. Se balanceaba de un lado a otro intentando ponérselo
difícil a cualquier libertario con malas ideas y un misil antiaéreo. No parecía
probable pues aquella ya era la tercera entrega, la cuarta si contaba la suya,
sin incidentes y, por otro lado, las hélices carenadas del fuselaje levantaban
tal cantidad de polvo que cubrían toda la plaza.
La sargento Histrina dio la señal y el enorme pájaro se posó
con una delicadeza que le era impropia. Segundos después, las partículas en
suspensión se dieron por aludidas y la gravedad hizo el resto. No había
detenido los rotores, pero gracias a sus mecanismos ya no empujaba el aire
hacia abajo. Si el piloto lo necesitaba, podría despegar de nuevo en un instante.
La rampa posterior cayó sin precauciones y dos de sus hombres se apresuraron a
sacar el contenedor con suministros. Los otros tres, cuatro con ella, seguían
vigilando el perímetro.
Sacaron el segundo paquete, que hacía el octavo con los
anteriores en el punto Alfa Uno y que completaba la cuenta para el final de la
misión; el momento más delicado según las charlas preparatorias. Ella nunca lo
había vivido, pero sí se lo había oído a otros veteranos cómo los ciudadanos
hambrientos asaltaban los contenedores cuando se descargaba el último. Temían
que les robaran la comida o, peor aún, que los vocistas más radicales la
volaran por los aires. Despegar con gente asaltando la carga podía volverse una
operación delicada; justo la clase de cosas que aparecen en los noticiarios
libertarios para vilipendiar a la RFP.