26/5/15

Histrina 01

El albatros flotaba en el aire mientras esperaba que ella le diera la señal de acceso. Se balanceaba de un lado a otro intentando ponérselo difícil a cualquier libertario con malas ideas y un misil antiaéreo. No parecía probable pues aquella ya era la tercera entrega, la cuarta si contaba la suya, sin incidentes y, por otro lado, las hélices carenadas del fuselaje levantaban tal cantidad de polvo que cubrían toda la plaza.

La sargento Histrina dio la señal y el enorme pájaro se posó con una delicadeza que le era impropia. Segundos después, las partículas en suspensión se dieron por aludidas y la gravedad hizo el resto. No había detenido los rotores, pero gracias a sus mecanismos ya no empujaba el aire hacia abajo. Si el piloto lo necesitaba, podría despegar de nuevo en un instante. La rampa posterior cayó sin precauciones y dos de sus hombres se apresuraron a sacar el contenedor con suministros. Los otros tres, cuatro con ella, seguían vigilando el perímetro.

Sacaron el segundo paquete, que hacía el octavo con los anteriores en el punto Alfa Uno y que completaba la cuenta para el final de la misión; el momento más delicado según las charlas preparatorias. Ella nunca lo había vivido, pero sí se lo había oído a otros veteranos cómo los ciudadanos hambrientos asaltaban los contenedores cuando se descargaba el último. Temían que les robaran la comida o, peor aún, que los vocistas más radicales la volaran por los aires. Despegar con gente asaltando la carga podía volverse una operación delicada; justo la clase de cosas que aparecen en los noticiarios libertarios para vilipendiar a la RFP.

6/5/15

Uno de mis ocho bisabuelos...

Uno de mis ochos bisabuelos, en concreto el que no nació en Madrid, tenía un apellido que, en su lengua original, significaba demonio. Es algo que siempre hemos sabido en la familia, pero a lo que nunca le hemos dedicado tiempo ni esfuerzos. Mi bisabuelo procede de un pequeño pueblo de Italia y como todos esos pueblos, y más de aquellas épocas, todo está oculto entre cuentos de la lumbre, recuerdos olvidados y palabras susurradas cuando nadie puede oírlas.

No había muchas vocaciones en aquella época, quizás por un exceso de trabajo en las tareas del campo o por la posibilidad de marcharse a trabajar en la incipiente industria que empezaba a crearse en Milán; todas las familias del pueblo iban turnándose cada año para prestar a uno de sus miembros para las tareas eclesiásticas. Esta tarea recaía, casi siempre, en el varón menor de cada casa, siempre que ya hubiera cumplido los diez inviernos. Eran los monaguillos temporeros y su trabajo consistía en adecentar la iglesia antes de la misa del domingo (la única que se celebraba porque el párroco era itinerante), tocar la campana y asistir al cura durante la ceremonia. Haciendo ese servicio comunitario fue donde le detectaron a mi antecesor su malatía. Cada vez que le tocaba asistir al cura, las manos se le enrojecían y si era especialmente larga, un bautizo o un funeral, le llegaban a aparecer ampollas en las manos.