El albatros flotaba en el aire mientras esperaba que ella le
diera la señal de acceso. Se balanceaba de un lado a otro intentando ponérselo
difícil a cualquier libertario con malas ideas y un misil antiaéreo. No parecía
probable pues aquella ya era la tercera entrega, la cuarta si contaba la suya,
sin incidentes y, por otro lado, las hélices carenadas del fuselaje levantaban
tal cantidad de polvo que cubrían toda la plaza.
La sargento Histrina dio la señal y el enorme pájaro se posó
con una delicadeza que le era impropia. Segundos después, las partículas en
suspensión se dieron por aludidas y la gravedad hizo el resto. No había
detenido los rotores, pero gracias a sus mecanismos ya no empujaba el aire
hacia abajo. Si el piloto lo necesitaba, podría despegar de nuevo en un instante.
La rampa posterior cayó sin precauciones y dos de sus hombres se apresuraron a
sacar el contenedor con suministros. Los otros tres, cuatro con ella, seguían
vigilando el perímetro.
Sacaron el segundo paquete, que hacía el octavo con los
anteriores en el punto Alfa Uno y que completaba la cuenta para el final de la
misión; el momento más delicado según las charlas preparatorias. Ella nunca lo
había vivido, pero sí se lo había oído a otros veteranos cómo los ciudadanos
hambrientos asaltaban los contenedores cuando se descargaba el último. Temían
que les robaran la comida o, peor aún, que los vocistas más radicales la
volaran por los aires. Despegar con gente asaltando la carga podía volverse una
operación delicada; justo la clase de cosas que aparecen en los noticiarios
libertarios para vilipendiar a la RFP.
Por ello, cuando aún empujaban el último contenedor a su posición
final, ordenó a la unidad que se acercara al albatros. No había movimientos ni
en las ventanas ni en los portales de la plaza, pero la estaban observando; lo
notaba en el fondo de su cabeza, en el hueco que había entre su pelo cortado al
mínimo y el casco de la armadura, un picor que no podía aplacar.
Tras depositar la carga, los dos portadores volvieron al
interior e informaron que ya estaban en posición, es decir, junto a la rampa
protegiendo la retirada. Vettera, al que llamaban así porque era el único que
había estado en la capital y le gustaba presumir de ello, y la novata Dos
Micras hicieron lo propio instantes después. Sólo quedaban fuera ella y el
Loco, un jodido perturbado que se había ganado el mote al saltar desde 10
metros de altura sin arnés de descenso. Fue en ese momento cuando empezaron los
disparos e Histrina, más que sorprendida, se sintió decepcionada. Habían estado
allí cinco largos minutos; si querían atacarlos no era el mejor momento.
Devolvió el fuego, seguido después por cuatro armas más y
los cañones gemelos del VA01 y del ruido de las hélices al volver a levantar el
polvo. Fue retrocediendo, sin abandonar las coberturas, cuando cayó en la
cuenta: ¿cuatro armas? Y su instinto le hizo volver la cabeza. Vio a Dos Micras
haciendo señas a un joven para que se detuviera. No parecía tener muchos años.
Los zapatos le venían grandes, aunque se habían usado mucho. El enrome abrigo
tampoco era de su talla y andaba encorvado como si las piernas no fueran
capaces de sostenerle. En apariencia, se dirigía a los suministros con los ojos
fijos en su contenido e ignoraba los disparos. No, entonces lo vio claro, eran
los disparos quienes le ignoraban a él. Gritó mientras intentaba disparar a la
amenaza, pero está decidió que aquel era el momento adecuado para correr al
interior del albatros arrastrando con él a la infante. El piloto, que debía
estar observando la escena, intentó elevar el morro y expulsar así al intruso,
pero no tuvo tiempo. Algo estalló en la bodega de carga cuando estaba a pocos
metros, pero el aparato, que era una de las cosas más robustas de la infantería
móvil, siguió elevándose. Una segunda explosión, unos metros más arriba,
despiezó por completo la aeronave.
Llovieron fragmentos de fuselaje, piezas de los motores y
restos humanos. Uno de ellos, quizás uno de los patines de descenso, golpeó la
cabeza de Histrina. Lucho por resistir, pero no lo consiguió y mientras la
oscuridad le abrazaba su analítico cerebro militar se dio cuenta que los
disparos habían cesado. Tampoco le sorprendió.
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