7/7/15

El silencio de los soldados

Silencio. Ese es el sonido que una nunca espera oír en el campo de batalla. No es una quietud total porque el crepitar de las llamas acabando con los rescoldos húmedos de la noche llega acompañado del lamento de los moribundos, pero comparado con el retumbar de las armas de disparo rápido, el zumbido de los pesados levitadores militares o las explosiones cercanas de las granadas, aquello era lo más parecido a la tranquilidad, el silencio de los soldados.

Una pila de cadáveres forma una grotesca montaña en el centro de lo que hace unas horas fue un campo de batalla, y el día anterior una tranquila plaza con un diseño ecológico y sostenible. Nada queda de ello y nunca volverá. Nadie podrá borrar el horror de los cuerpos retorcidos, mutilados y desnudos, compartiendo su palidez; los tentáculos de los mibu colgando sobre las espaldas de los humanos y la sangre roja y transparente apelmazando el vello de los úkaros. No hay segregación en la muerte.

Todos ellos compartían el pecado de ser libertarios y de haberse opuesto a la misión humanitaria de los inmos. ¿Era justo el precio? ¿Los miles de niños y familias que mañana comerían justificaban lo pagado? Alguien en Vettera pensaba que sí, pero allí, junto a la pila de los derrotados, era fácil pensar otra respuesta.

Un infante inmóvil, solo, que casi parecía uno de los muertos que hubiese quedado de pie, aguarda junto a la montaña. Un lugar extraño en el que estar en aquella noche húmeda donde el aire parece arrastrar pequeñas gotas de agua. Más raro aún es que lo haga pertrechado con su armadura, su Del Fermer y el equipo de combate.

Enciendo mi FF. En el casco del soldado apareceré identificada como un civil amistoso. Aún así, camino sin apartarme de la luz de los reflectores portátiles de los inmo, que se vea bien mi chaleco con el código interplanetario de la prensa, la espiral de tres flechas verdes sobre fondo blanco. No quiero que haya un error y pase a formar parte de la pila de muertos.

 ¿Mala noche?  pregunto sin presentarme.
 Las he conocido mejores, señora.

Aquello me sorprende. Los soldados tienen órdenes de tratarnos con deferencia, pero no de ser colaboradores. Por norma, costaba un poco más sacarles algunas palabras. Se escondían detrás de los cascos que ocultaban sus rostros y no te dejaban ver cómo reaccionaban a tus palabras.

 No es necesario lo de señora.
 No sería apropiado, señora.

Cuidado, podría perderlo. A los infantes no les gustan los rodeos ni los subterfugios.

 ¿Podría preguntar me obligo a mirar a los muertos por qué están desnudos?

Duda un segundo. Aquel opaco rostro metálico volvía a privarme de saber si le había sorprendido o si solo meditaba la respuesta.

 Por seguridad, señora. En otras operaciones hemos descubierto cadáveres con chalecos bomba o con trampas que detonaban cuando íbamos a enterrarlos.
 ¿Y por qué la vigilancia?
 Los hostiles de este sector desfiguran a sus muertos para acusarnos de torturarlos. Estoy aquí para evitarlo, señora.

¿Era aquella una estrategia libertaria? ¡Maldito casco! Era difícil saber cuando hablaban en serio y cuando me estaban tomando el pelo. ¿Aquello era posible? ¿Tenía el brazo armado de la RFP sentido del humor? Aunque se estuviera riendo de ella, no pensaba detenerse.

 ¿Cuántos crees que puede haber ahí?
 Setenta y cuatro, señora.
 ¿Los has contado?
 No, señora.
 ¿Y esa precisión?
 Es fácil, señora, disparamos setenta y cuatro veces...

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