Yo aprendí a amar la literatura en el colegio; allí descubrí
de la mano de un profesor al que con maldad llamábamos 4M (medio metro mal
medido) y que se llamaba Don José (sí, todos mis profesores tenían un don
delante, era otra época), que los libros iban más allá del Quijote, lectura, a
mi entender, poco recomendable a esa edad. En mi casa teníamos muchas obras de
teatro, cosa de familia, y leía a Poncela o a Paso como si fueran
tebeos, sin comprender que aquello era igual de literario que el Mío Cid. Este
hombre nos mandó leer la novela «Sexta Galería» de Martín Vigil y recuerdo que
empecé a leerla sin ninguna esperanza o, más bien, esperando una nueva
Celestina. Para mi sorpresa, las historias de aquellos mineros me atraparon y
la angustia de su encierro me hizo devorar aquellas páginas. Aquel fue el libro
que me convirtió en lector de novelas.
Con el tiempo, he empezado a recordar a algunos de mis
profesores y esta noche me he acordado de uno de mis maestros al que conocí
años después que el anterior. Enseñaba dibujo y tenía edad suficiente para
haber empezado a dar clase en el siglo XIX, quizás un poco después. Tenía una
enfermedad que le hacía temblar el cuerpo y las manos al andar y al hablar, pero
cuando cogía una tiza y se acercaba a la pizarra, se convertía en una máquina de
precisión. Le he visto abatir la intersección de un dodecaedro con un plano inclinado en caballera que
cuando llegó el profesor de la siguiente hora no se atrevió a borrar la pizarra.
Algo así debía ser importante, debió pensar el buen hombre, y allí estuvimos, una hora,
aprendiendo matemáticas en una pequeña esquina del encerado.
En aquella época yo era un poco repugnante, más que ahora, y
estaba convencido de mis conocimientos. No es que leyera muchos libros, es
que los devoraba y me daba igual el tipo: de política, de ciencias, de
ingeniería (me encantaba la astronáutica), de literatura; la pasión por la
lectura llegaba al extremo de leer el diccionario del salón de mis padres mientras
ellos veían la televisión (que es un ejercicio que sigo recomendando). Esa
seguridad que tenía en mi mismo me hacía discutirlo todo y poner en duda
cualquier cosa que me dijeran. Recuerdo debatir en clase si la línea de tierra
en diédrico era necesaria o si la perspectiva cónica era real o sólo una
representación. Sí, era un poco repugnante.
Debo decir que esta costumbre de discutir daba resultado con
los buenos maestros y tuve unas calificaciones de dibujo de final de curso bastante buenas. Pasaba
a la universidad, aquel era mi último año y me pareció correcto despedirme de
algunos de mis profesores cuando fui a recoger las notas. No nos parecíamos en
nada, él era un conservador del siglo XIX y yo lucía orgulloso mis emblemas
anarquistas camino del siglo XXI. No podía caerle bien, pero creo que agradeció
que me acercara a despedirme. Me disculpé por si había sido un alumno difícil
ese año (un eufemismo, debí ser un auténtico pelmazo) y tuvimos una buena
conversación. Mi recuerdo de aquella charla es una sensación agradable, como un
abrazo, y una frase que me dijo en un momento que nunca he olvidado: «Lo único
importante es que la persona que te devuelve la mirada en el espejo te guste». Lo dicho, un maestro.
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